31 de marzo de 2016

Una habitación en Oporto

En este cuarto insólito e improbable dentro de lo real, en estas cuatro paredes, dos ventanas y una puerta, esta habitación desde donde escribo y destilo ideas, donde me consume el pensamiento; aquí, lejos de todo pero cerca de mí mismo, rodeado de madera y paredes húmedas, envejezco los sueños, pongo en remojo la vida, siento todo mi cuerpo y preparo, mudo y sin testigos, un nuevo camino. O mejor dicho, la escribo. Porque el pensamiento, engaña, duda, desconfía e incluso, miente. La palabra escrita perdura y me inspira confianza, igual que esta habitación.
 
Mi habitación tiene una cama cómoda, tierna, dulce y protectora. Me cuida más que nadie. Pero la uso poco porque la vida me roba el sueño y no duermo casi nada. El tiempo se me va viviendo y escribiendo. En la calle, trabajando y pensando. En la casa, soñando, riendo, fotografiando, anhelando, recordando, viajando. Viajo del escritorio a la ventana, de la cajonera a la puerta, del suelo al techo, de la cortina a la cama. Viajo bajo cualquier circunstancia. Dormido, sentado, sin moverme, o despierto y acostado.
En mi subconsciente, confundo calles y plazas. Salgo de mi habitación y creo que estoy en Puerto La Cruz, en una calle, con árboles. Son siempreverdes y huelen a lluvia. En mi cabeza las geografías se confunden hasta crear un mundo híbrido y utópico.
 

Así, camino por esa calle de siempreverdes que respiran hondo y transpiran su olor de hojas frescas y lechozas. Y siento su sol. Calor. Fiebre perpetua en el cuerpo. Caribe. Sudo bajo el cielo oriental. Esas calles son laberintos dentro de mi cabeza. Y yo las recorro con los ojos cerrados, desde mi habitación en Oporto, porque las conozco. He crecido en ellas. Es mi ciudad, son mis calles, y es mi casa la que ahora veo, estallada por el sol, dibujada en distintos tonos de verde, el de la palmera, el del lirio, el de las orquídeas, el verde uña de danta, el verde helecho, el verde santa maría, la sábila, la grama, y el verde de las tortugas que gatean por el patio. Y yo, daltónico diagnosticado, puedo reconocer todas esas tonalidades, porque son los verdes de mi casa.
Y en ella hay una habitación con libros y dinosaurios, la mía. Hay dinosaurios en la mesa de noche, en la peinadora, en las paredes, detrás de la puerta, en la repisa de los libros. Sobre el televisor. Allí estoy también viajando, pero a saber por cuáles mundos, porque aquel viajante es un muchacho que escribe con miedo, no como el de ahora, que siente miedo de no escribir. En todo caso, es, como está, mi habitación. Un pequeño rectángulo entre la cocina y el pasillo, sin ventana a la calle, estrecho, ajustado, caluroso, mío y libre.

Toda ella está ahora aquí. Es la misma habitación, el mismo muchacho. Más iluminada una, más oscura la otra. No consta en ninguna parte que sea mía, no soy su dueño de hecho. Pero sin duda me pertenece. Esta atmósfera, esta libertad, esta ficción de cuatro paredes, esta caja mágica, cúbica, estrecha, imperturbable, mi habitación donde escribo escondido, suspendido, con miedo o sin él, de día o de noche, es la habitación de mi casa, entre la cocina y el pasillo, llena de dinosaurios, la misma, y siempre, que ha venido a plantarse como por arte de magia, aquí, en Oporto. Y me sigue y me seguirá, y todo lo vivido en ella, todo lo que esconde, lo que guarda en secreto, a donde quiera que yo vaya.
 
 

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